sábado, 22 de marzo de 2014

Al caer el sol...

Una característica de la Retinosis Pigmentaria es que nos quita la capacidad de ver en lugares oscuros o después que cae el sol, la “ceguera nocturna”. Ese síntoma es típico pero yo no supe que tenía Retinosis sino muchos años después que perdí mi capacidad de ver por la noche, y tras miles de trucos que adoptaba para guiarme por las calles cuando me atrapaba la oscuridad, comencé a dejar de salir tras la puesta del sol…. Al revés que los vampiros. Me rendía ante la oscuridad de la noche y me “escondía” hasta el día siguiente. La querida retina, allí está, tratando de captar algo…. Y hay un momento del día, cuando cae el sol, que ya no capta nada. Es ese momento que oscurece pero no lo suficiente para que se enciendan las luces de las calles, por ejemplo, y si a uno lo sorprende fuera del lugar conocido, puede ser un momento complicado…. Eso venía pensando en el camino de vuelta de Villa La Angostura hacia Bolsón. Caía la tarde y ya nos íbamos luego de pasar dos días maravillosos en el lugar más hermoso que mis pobres retinas hayan visto. Y aunque nos tocó llovizna y frío para mostrarnos que el paraíso comienza a vestirse de otoño, pudimos disfrutar de los bosques húmedos con aroma a pino, las flores que aún persisten del verano que se despide y que brillan con las gotitas de lluvia en sus pétalos coloridos, (que si las viera bien seguramente podría describirlas mejor), pero igualmente las noté bellísimas, imponentes montañas cubiertas de enormes coníferas y árboles que ya comienzan a cambiar de tonalidades de verde a ocre y rojizo, y el lago impecable por el que, por esas cosas de la vida, y sin pensarlo, paseamos en velero sin importar si nos mojábamos un poco, donde mis hijitas timonearon y con el viento y la llovizna en la cara estuvimos en medio de el mágico lago Nahuel Huapi. Por la noche, y tras la contínua llovizna la carpa se mojó bastante con lo que nos fuimos a dormir al auto y mientras, un perrito travieso rompió el mosquitero y se llevó las galletitas…. Pero eso no nos empañó en absoluto el paseo, tampoco el frío ni la lluvia, al contrario, hicieron que sean nuevas aventuras para recordar…. Recorrimos, fuimos a miradores desde donde el magnífico paisaje del inmenso lago con el cielo gris de nubes cargadas se contempla rodeado de las montañas ya otoñales, caminamos por los bosques, por el pueblo de cuentos que es Villa La Angostura, visitamos los muelles, las playitas que conservan las cenizas volcánicas de hace unos años cuando el volcán Copahue tapó literalmente el pueblo con sus cenizas, jugamos con perros que nos venían a saludar, escuchamos los colibríes que continuamente sobrevolaban nuestras cabezas, observamos cisnes, patos, y sentimos bajo nuestros pies la humedad de un bosque de árboles tan inmensos que parecíamos pequeñas hormiguitas entre ellos. Para despedirnos, pasamos por última vez al muelle de Puerto Manzano, una pequeña bahía que el lago hace entre el bosque y que desde su pintoresco muelle de madera uno parece entrar de pleno a la naturaleza, ya caía la tarde, y estaba muy nublado, y en el momento que estaba parada en el muelle, tratando de fijar las imágenes en mi memoria, se terminó mi capacidad de distinguir. No estaba de noche aún, pero el bosque oscurecía el lago y ya no vi más nada. No dije nada, sólo tomé la mano de mi esposo y no la solté más. Las pequeñas recorrían y, entre risas, se despedían del paisaje que yo ya no percibía, y comenzamos a volver hacia el auto, los 4 de la mano, como solemos ir, como una cadena humana…. Y nos subimos al auto y emprendimos el regreso a Bolsón, unas 2 hs. Y media de camino sinuoso de montañas y lagos bordeados de pinos que yo ya no veía en absoluto, pero que sí sentía en el estómago en cada curva…. Los últimos destellos del día se apagaron entre las nubes oscuras y tras las enormes montañas y todo fue oscuro, al menos para mí, obviamente (por suerte no para mi esposo que manejaba….) Las nenas dormían en el asiento trasero y acompañados por linda música avanzábamos por la ruta hacia casa, yo, entre mi estómago medio revuelto por más Dramamine que me había tomado, trataba de relajarme y sólo notaba las luces de los autos que venían por la mano contraria y pensaba en que para quienes tenemos Retinosis, ese momento en que pasamos de ser una persona con baja visión a una persona ciega lo vivimos cada día, al caer el sol, y que en el fondo tenemos miedo de que no vuelva a amanecer para nuestras retinas algún día, porque me pasa que muchas veces que despierto en medio de la noche y no sé qué hora es, miro en dirección hacia la ventana, y al no ver luz, un miedo inconsciente me asalta, y busco encontrar algo que tenga luz, como el celular, un velador, algo que pueda encender y me indique si es que ya no veo o es que sólo no amaneció, y al notar que puedo ver la luz, vuelvo a dormir esperando la mañana y con ella otra vez ver, muy mal, pero ver. La verdad, ya no recuerdo cómo era ver por la noche. En el último tiempo tuve que poner mas luces en la casa (que ya parece un arbolito de navidad), pero sin embargo no corro a guardarme en mi guarida al ponerse el sol, porque no estoy sola, y si mi marido o mis hijas no están conmigo, sí está mi “verdecito” que con su tanteo me avisa, aunque me falta mucho entrenamiento, me siento mucho mas segura con él. Cae el sol cada día, y vuelve a salir al día siguiente y aunque esté nublado, nada nos puede impedir salir a disfrutar… de un nuevo día, de la lluvia, del otoño, de pisar hojitas secas en el suelo, de sentir el viento en la cara, de escuchar las risas de los hijos, de sentir la mano tibia de la persona que amamos, de ser parte de un paisaje que se disfruta con todos los sentidos, y al caer el sol no se va, sigue allí, , sólo se van las aves a dormir pero volverán a cantar en la mañana siguiente. Y mientras se pueda disfrutar de cualquier manera de un paisaje, no debemos dejar de buscar esos momentos para llenar el alma de bienestar que también es fundamental para que no nos gane la Retinosis ni la Maculopatía, ni la oscuridad tras caer el sol.

domingo, 2 de marzo de 2014

Los hijos nos guían en el laberinto de la baja visión.

Cuando se tiene discapacidad visual y se es madre, y debe ser igual cuando se es padre, nos invaden sentimientos difíciles. Porque uno tiene el concepto de que los padres son quienes cuidan, guían, orientan, llevan de la mano a sus hijos, pero cuando la mamá o el papá es ciego o tiene baja visión, son los hijos, por más pequeños que sean, quienes nos guian , orientan y llevan de la mano. Eso nos produce un sentimiento de impotencia muchas veces, porque no queremos que nuestros hijos nos sientan como una carga de quien se deben ocupar, o porque nos gustaría poder ayudarles en cosas que por la falta de vista creemos que no podemos. Nos sentimos tristes, impotentes, culpables, etc….Pero un día nos damos cuenta que ellos pueden con eso y mucho más, que se sienten orgullosos de nosotros, de nuestro esfuerzo, que son capaces de tener una sensibilidad mayor ante las limitaciones de los demás, que son independientes y pueden decidir por ellos mismos, que se sienten apoyados y no notan limitaciones en nosotros, sus padres que no ven. Es maravilloso poder confiar unos en los otros, ser “equipo” y dejar que ellos nos guíen cuando es necesario y que se refugien en nosotros cuando nos necesitan. Recorrer los caminos laberínticos que al principio presenta la baja visión y la niebla que nos invade para siempre la vista es mucho más fácil si comprendemos que debemos dejar que nos ayuden especialmente nuestros propios hijos, y darnos cuenta que ellos nos necesitan para sentirse seguros también. Nuestros hijos nos dan la luz que nos hace falta, y nosotros a ellos. Noté esa sensibilidad tan particular en los hijos de Carlos, un amigo ciego, que fueron los primeros niños que conocí en esa situación, y así seguramente son todos los hijos de personas con discapacidades. Mis hijas tienen eso también, y no hizo falta explicarles nada, ellas supieron de bebes que mamá no veía e instintivamente lo solucionaban por ejemplo cuando yo les acercaba una cuchara con papilla a su cara ellas me tomaban la mano y se la llevaban a su boca, e infinitas cosas más.Hoy que tienen 9 y 5 años me acompañan al supermercado y se fijan que la carne no tenga mucha grasa, que los tomates no estén verdes, qué jabón está en oferta, etc.. Si ven una persona con bastón blanco o verde les ofrecen ayuda, prestan mucha atención antes de cruzar una calle, son especialmente atentas con compañeritos que usen anteojos, que presenten alguna limitación física o sensorial. Así es mi hija mayor y la pequeña nos demostró lo mismo el día que fuimos a la reinscripción para primer grado en la escuela donde conoció a su maestra y mientras esperábamos que nos atienda a nosotros, una mamá con su hijita le explicaba que la niña no ve bien, y al salir de la escuela mi pequeña nos dijo que ella se sentaría junto a aquella niña para poder ayudarla si lo necesitaba…. Con ellas no existe limitación alguna. Fuimos a un laberinto en un lugar increíblemente maravilloso, rodeado de montañas, enclavado en lo alto de un valle verde y al que se accede bordeando un río cristalino. Tras un pequeño camino de pinos y abetos sorprendentemente de distintos tonos de verde y amarillo, (cuando generalmente las coníferas son verdes), uno se encuentra con un paisaje infinitamente bello, con el laberinto imponente en el centro del valle. Fue armado con distintos tipos de cipreses, ligustrines, todo tipo de vegetación que le dá ese aroma y color tan especial que tienen los cercos vivos. Tiene aproximadamente 8.000 metros cuadrados, con 2.200 metros de sendero y un circuito con nueve puertas a descubrir. Allí entramos mi marido, mis nenas y yo, todos juntos (las chiquis no hubiesen entrado sin mi, no al menos esa primera vez en el laberinto, porque ellas se sienten más seguras si estoy yo. Vea o no.). Como una representación casi de la vida, nos metimos, recorrimos los senderos, nos perdimos, tomamos decisiones sobre cuál camino seguir, fracasamos, retomamos y finalmente encontramos la salida hacia un hermoso puente de madera que pasaba sobre un estanque con peces de colores, un verdadero paraíso, como premio a intentar y conseguir llegar sin volver hacia atrás. Si bien entramos todos juntos, enseguida nos separamos, mis hijas, recorrían solas, por su cuenta. En algunas bifurcaciones nos encontrábamos y volvíamos a tomar caminos diferentes, todo el tiempo yo las escuchaba reir y decidir qué sendero tomar y finalmente ellas encontraron la salida, mientras mi esposo y yo seguíamos dando vueltas, caminando tranquilos, disfrutando del recorrido entre paredes verdes y vivas, bajo un cielo limpio y azúl, pisando un suelo tierno de césped y respirando ese aire puro. Nuestras hijas desde la salida nos llamaban tratando de indicarnos el camino, guiándonos hasta ellas, como en la vida…. Escuchamos sus recomendaciones y encontramos la salida y el puente sobre el estanque transparente. Los cuatro juntos nos reimos, sacamos fotos, y volvimos a entrar para hacer el camino inverso y encontrar la entrada…. Ya mucho másfácilmente. Estar en lugares así es como entrar dentro de un cuadro. La total inmensidad tan limpia coloreada de azúl, verde en todos sus tonos y amarillo envuelven a quienes como pequeños seres entran allí pidiendo permiso a la perfección para irrumpir en ella. Y me dí cuenta que tal cual, así es la vida, como ese laberinto, donde todos se pierden, no importa si ven o no, buscan, recorren caminos, guían y son guiados, algunos encuentran la salida pronto, otros tardan más, pero al final, con calma, escuchando la voz de quienes nos aman, sean nuestros padres o nuestros hijos, llegamos al paraíso. Los miedos y las culpas no nos llevan a ningún lugar, cuando nos aceptamos y entendemos que todos nos necesitamos y que no hay nadie mejor que nuestros propios hijos, que tienen incorporado naturalmente nuestra situación, para guiarnos, podemos encontrar la salida a cualquier laberinto, aún sin ver.